Retomando donde nos habíamos quedado en el anterior post, a las 10 de la mañana me pusieron la medicación, vía vaginal para empezar con los síntomas del parto. No empecé a tener molestias hasta las 13.30, pero vaya con las molestias…. Reconozco que aguanto poco el dolor, que soy muy miedica y súper, súper aprensiva. Pero esas molestias insoportables me dejaron sin habla y con unos lagrimones cayéndome por la cara imposibles de frenar.
Avisé a los médicos y me dijeron su frase favorita. – Estás muy verde hija. ¡Anda que no te queda! Pues así seguí. Sentada en la cama de la habitación, sin ni siquiera darme un calmante para sobre llevarlo mejor, llorando porque sentía que me abrían literalmente en canal los riñones y a mi familia dándome masajes para intentar calmarme el dolor.
A las 17.00 de la tarde volví a llamarles, no aguantaba más… Me llevaron a paritorios para examinarme y ya no salí de ahí hasta 12 horas después…
No os voy a detallar todo el parto pero sufrí mucho, muchísimo. Pensé incluso que llegaría a desmayarme porque no me quedaban fuerzas de ningún tipo. También lloré, y chillé y me desesperé y quería hasta tirar la toalla. Pero ahí estaban las palabras de mi madre resonando en la cabeza. –Ya queda menos para ver a tu pequeño, hija.
Eso… y mi marido. ¡¡¡Que hubiese hecho sin él!!! Le he dado las gracias millones de veces, pero hoy lo hago una vez más. Gracias Diego. Fuiste un apoyo imprescindible para mí y me ayudaste un montón. Creo que nunca nos habíamos conocido tan desencajados. Yo de sufrir tanto dolor, y tú de verme sufrir tanto a mí. GRACIAS, infinitas…
Finalmente los médicos decidieron usar instrumental y ayudarnos a Enzo y a mí con los fórceps. ¿Fórceps? Mi miedo y desesperación ya traspasaba todos los límites. Me rindo…
Mi marido tuvo que salir de la habitación.
De pronto me dijeron. – Miriam, contracción. ¡Empujaaaaaaaaa! Y ni yo misma me lo creía pero Enzo ya estaba fuera.
Eran las 02:50 llevaba 17 horas de parto.
Rápidamente le taparon y me le colocaron encima de mi pecho.
A partir de ahí ya todo eran lágrimas, pero del más puro amor, alegría, felicidad y ternura. Por eso principalmente pero también por toda la tensión acumulada que llevaba encima.
No dejé de besarle, abrazarle, decirle mil cosas bonitas y seguir llorando. Ya me daban igual las 17 horas que había pasado. Había merecido más que la pena.
No puedo, ni quiero olvidar mi parto. Desde el principio hasta el final. El olor de la sala, del instrumental, de la sangre, de mi bebé al salir. Palabras de ánimo, besos, manos que te aprietan fuerte y te sostienen. Miradas, gestos de complicidad…
Mucho sufrimiento, sí. Pero ha sido el sufrimiento más dulce que jamás viviré. Por eso no quiero olvidarlo, porque fue el mayor instante de felicidad que jamás tendré.
Tampoco puedo olvidarme del momento en el que mis ojos se encontraron con los de mi madre. Me miró como nunca antes lo había hecho y nos dijimos todo con la mirada…
– Mamá, lo he conseguido. – Hija, estoy muy orgullosa de ti.
Desde esa mirada eterna con mi madre, entiendo el amor incondicional.
Fuente Foto – Miriam Tejedor